Mantenía
su corazón enterrado en medio de un secarral.
Nada del otro mundo. Ocurrió que, como tantos otros, no fue capaz de
sobrevivir al amor, y yacía allí, enterrado y bien muerto. Echaron sobre él
paladas y paladas de tierra para ponerlo a resguardo de unas viejas cicatrices
que tenían la fea costumbre de surgir de entre la niebla amargándole la muerte
a los corazones incautos. Nadie tiene prueba alguna, pero son muchos los que
creen que un buen día resucitó de entre los muertos. Al parecer, la promesa de
un día hermoso hizo de bálsamo que le animó a dejar el agujero y continuar
viaje desnudo.
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