Miraba al cielo en aquella tarde insoportablemente violeta con la
parsimonia propia del que no espera llegar a parte alguna. Sin prisas pues,
llevaba sus ojos a la fuente misma de la luz e imaginaba las galaxias girar
víctimas de su propio vértigo, las veía chocar unas con otras, apagarse y
volver a resurgir de nuevo o extinguirse para siempre en medio de la
indiferencia y el desconocimiento más absoluto. Mientras esto sucedía allá en
lo alto, tuvo la ocasión de comprobar una vez más cómo las leyes que regían su
universo interior eran muy otras: una gota de lluvia recién caída en su
mejilla, una lágrima quizás, había adquirido en apenas unos instantes
dimensiones galácticas.
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