Partía todos los días de un punto muerto y solía llegar solito a
algún rincón de su espacio neuronal para dar con otro punto igual de muerto,
por así decir, que el anterior. Tanta mortandad llegó a conocer en sus más de
cinco lustros de partidas y llegadas que llegó a odiar sus zapatos. Preguntado
por la razón de esta extraña inferencia, llegó a decir que eran responsabilidad
de su calzado, suya y solo suya, tanto la melancolía como las jaquecas con las
que la vida tuvo a bien obsequiarle. Una obsesión como tantas otras.
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