Siempre quiso escribir con la maestría propia de aquel que escribe
sin saber de lo que escribe, o mejor aún, escribir con el dominio propio de
aquellos que escriben sin decir nada, de aquellos que se recrean en la
insignificancia absoluta del verbo con la única condición, eso sí, de que el
verbo en cuestión suene lindo. Siempre soñó, en fin, con escribir una gran obra
donde pudiera mostrar en crudo y sin aderezo alguno la profundidad de su
locura. En ese sueño acontecía que una novela, la novela del siglo, le elegía a
él como sumo hacedor para que fuera él y no cualquier otro el padre de la
criatura, dejando de esta forma manifiestamente claro que es la obra la que
hace al creador.
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