La transparente profundidad de sus ojos azules los convertía en
objetivo predilecto de los espejismos y los cuervos que, áridos unos y cargados
de humedad los otros, abundaban por esas tierra. Para complicar más las cosas
conviene reconocer que bullían en su cabeza un sinfín de martinetes y sones de
los que nadie sabía decir a ciencia cierta de dónde procedían y cómo habían
llegado a él. Con todo y eso, se le podía ver trajinar por los ejidos y las huertas
–los mismos que de mañana aparecían repletos de sol y a la hora de la siesta se
tornaban turbios- investido de una naturalidad extraordinaria.
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