Abrió la puerta de la casa y se fue directo a la cocinilla para
depositar mecánicamente la barra de pan en el hatillo que colgaba detrás de la
puerta. Allí no había mucho más que ver. La cocina en cuestión tenía por toda
decoración una hilera de platos de Duralex más vistos que el tebeo si bien, a
juzgar por la antigüedad del material, bien podrían pertenecer a la dinastía
Ming. Abandonaba la estancia dirigiendo sus pasos al baño cuando, al cruzar por
la puerta del dormitorio, giró la cabeza y de reojo contempló durante apenas un
instante una escena que con el tiempo llegó a resultar inolvidable: frágil,
normal, su mujer dormía con la cabeza pegada a un pecho que obviamente no era
el suyo.
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