Caminaba
con los ojos cerrados y espíritu de venganza, de ahí que se asesinara a cada
paso. Entre suicidio y suicidio santificaba las piedras de su riñón mientras
extraviaba por enésima vez, rodilla en tierra, los restos de una inocencia que
nunca tuvo. Y con esto queda dicho todo lo que deben saber sobre la forma en
que madrugaba sus odios. Así las cosas, sólo el apocalipsis cotidiano de las
magdalenas sumergidas en el café con leche mantenía viva la esperanza de una
redención que se le antojaba, cada día que pasaba, más incierta.
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