Variaban las palabras, se transformaban las formas del quejido,
pero el lamento siempre era el mismo. No era de extrañar que, así las cosas, su
rostro adquiera extraños tintes verdosos, y que ninguna de las pomadas y
pastillas que le recetaban lograran poner fin a semejante calvario. Empezó a
ensayar frente al espejo variadas formas de risitas y muecas, pero nada: refinadas
y sutiles, una luna tras otra cruzaba sin prisas el cielo, pero la auténtica
sonrisa seguía sin aparecer.
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