Abrió
la ventana y tuvo la sensación de que sería un buen día para perderlo todo. Y
así fue. Resultó ser un día magnífico para recoger los frutos del veneno y
morir una y hasta cuatro veces en el breve lapsus de una hora. Entre muerte y
muerte tuvo el tiempo justo para escucharse a sí mismo, quizás por primera vez,
sin que se le oyera alzar en modo alguno la voz. Y morir. También pudo
olvidarse de sí durante un rato para dejarse llevar poco después. Y vuelta a
morir. Antes del tercer estertor esperó como minuto y medio la voz de un
profeta que le recordase la inexistencia del tiempo, pero no hubo suerte. La
última muerte que recuerda de aquella hora lúgubre tuvo lugar, como las
anteriores, sin súplicas y sin esperanza alguna de misericordia. Lo que hubo
después, si es que hubo un después, no lo recuerda.
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