domingo, 17 de mayo de 2009

EL NIÑO JOSÉ

Agonizaba el Atlántico a mis pies mientras el niño José, tumbado en la hamaca, se iniciaba en los misterios de lo que más adelante llegaría a conocer como el lenguaje de sus sueños. Así, balbuceaba expresiones incomprensibles mientras dormía, se supone que con la barriga llena y el corazón contento, y parecía por el devenir de sus gestos que hubiera llegado a un trato con la muerte para no morir y simplemente tener una aventurilla con ella, una especie de fuga lo suficientemente contundente como para empalagar cualquier amargura futura. Cómo sucedió no lo sé, el caso es que, mientras pensaba que tenía sus más y sus menos con la parca, el niño José se corrió. Allí mismo. Mientras dormía. Obviamente, mi aguda interpretación no se tenía en pie. O la muerte estaba más buena que el pan, que todo puede ser, o el argumentario del sueño que vivía el niño distaba mucho del que imaginaba. En realidad, lo que debió pasar es que el niño José, en pleno sueño, llegó al convencimiento de que las cosas, especialmente las cosas del placer, conviene tomarlas al instante, aunque la confusión del momento no permita discernir si el tal placer es fruto de una necesidad, una recompensa, un privilegio o simplemente de un capricho. No importa. Conviene cogerlo como viene y cuando viene, y él cogió, según me confesó más tarde, con lo que resultó ser el daguerrotipo de aquella muchacha de la que años después se enamoraría perdidamente. Limpié al muchacho con una toalla y con la urgencia que requería el momento, recogimos las cosas, y dejamos aquella playa blanca y caliente. Avanzamos con el coche hacia el interior de la comarca hasta que, a lo lejos, se empezó a perfilar en la ladera de la montaña la figura de un pueblito, nuestro pueblito, pueblito que, a fuerza de resultar chico, y como ya era costumbre, guardaba en su interior un infierno extenso en el espacio y prolongado en el tiempo, uno de esos infiernos que llegan prácticamente a todas las casas, cuadras y pajares y que no se detienen siquiera delante de la puerta de la gente decente aunque en su interior suene alguno de los tristísimos preludios de Chopin. Paré el motor del coche, se paró la radio y pude comprobar que el único ejecutante era yo. Ubérrimo de tristeza bajé la voz para no despertar con mi canto a este niño que, huelga decirlo, dormía de nuevo, sin que me atreva ya elucubrar a caballo de qué sueño.

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