domingo, 31 de mayo de 2009

OAXACA

En los tiempos en los que el Señor Ocho Venado recibió la visita de Cuatro Jaguar, es decir, a mediados del siglo XI, y por la misma razón que al final de cada historia de amor siempre hay uno que termina volviéndose un cabrón, hubo un tiempo en que nacer en Oaxaca y morir de hambre era una y la misa cosa. Nadie escapaba a esa maldición, y mucho menos los poetas acostumbrados a seguir con sus manos el compás de las palabras, subespecie ésta que demostró una especial vulnerabilidad seguido de afán mortuorio en cada epidemia de gazuza. Quien me hablaba de todo esto era el señor Guillermo, de normal descosido y estropajoso (o desaliñado y mugriento), zarrapastroso al fin, dotado de una nariz fricativa velar y sorda que semejaba una planta zapoteca, y con un bigote blanco de zinc que era la envidia de todas las haciendas de Veracruz. Era 31 de Octubre y el que más y el que menos llevaba su ofrenda a los muertos, consistente en empanadas, quesillos y tamales, y lo cierto es que en esa especie de colmado donde tenía lugar la entrevista hacía un calor de muerte. La atmósfera densa podía con todo y, fruto de esta climatología, el placer de la conversación distaba mucho de resultar soportable. Me estaba quedando medio tonto cuando vi un rayo de sombra que se colaba por el agujerillo de la contraventana en el que se concentraba, o eso al menos me pareció, toda la amargura del mundo.

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