miércoles, 13 de mayo de 2009

SINGLADURAS

Siempre me ha gustado ser una persona leída y escribida, con desigual resultado. Esto fue así desde momento mismo en que comprendí que con el cuerpo no iba a ningún lado, ni siquiera a ninguna parte, que es como decir que ni tan siquiera tenía yo esperanzas de llegar a parte alguna de cualesquiera lados, escogiera el lado que escogiera. Y no es que yo tuviera nada contra los cuerpos, dios me libre, habiendo como hay cuerpos para todos los gustos. Me refiero más bien a que desde pequeño tuve la clarividente certeza de que para ir a cualquier sitio tendría que hacer acopio de todas las fuerzas y de que, por tanto, fuera donde fuera, habría que ir siempre en cuerpo y alma. Más tarde descubrí que, en muchas ocasiones, ese ir y venir sería posible gracias al poder volitivo del alma, y que se realizaría a regañadientes del cuerpo. Y eso que me gusta la carne. No hay en esto que digo, créanme, ni pizca de valoración moral. Respecto al alma, nada que decir. La volición es un acto de voluntad. Voluntad es querer, y una de las cosas que siempre quise hacer, y que el cuerpo me aceptó a mal que bien, fue viajar. Lo que más recuerdo de mis viajes son las gaviotas. Muchas fueron las gaviotas me acompañaron en mi nostálgico viaje a lo desconocido, y así luego ocurre lo que ocurre, que se me cuelan los sueños por entre los pellejos y enfermo de melancolía. Y es que ir está bien, pero partir, lo mires como lo mires, es morir un poco. Otro de los viajes que hice y para los cuales tuve que morir un poco fue el de salir para convertirme en un hombre de provecho. Y fue para eso, para servir de algo y convertirme en un hombre de provecho, que me cubrí la cabeza de azogue. Así dejé de ser cristal, carne transparente, y empecé a convertirme en un individuo útil y convenientemente azogado. Recordar. Tocar el recuerdo. Recuerdo el siglo agonizando hasta que, arrodillado, se nos murió entre los brazos. Murió de un suspiro. Recuerdo el suspiro.

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