miércoles, 20 de mayo de 2009

PARÉNTESIS AUTOCRÍTICO

El estilete de la luz se abre paso entre la paradoja de un zarzal ensortijado. (Hasta aquí, nada que objetar). Las sombras de nubes de anteayer, con las que se construyen sus ajuares los olvidos, rivalizan sin encontrarse con el vago sonido del rasguño en la piel. (Más de lo mismo: pareciera como si, además de la luz, alguien dotado de piel se hubiera metido entre unas zarzas). En el centro, la arboladura y el deseo de quemazón articulado que hace desistir al día de sus más groseras pretensiones. (Esta claro: el corazón de la zarza parece ocupado por un espacio sin espinas.) Y es allí, a refugio de las miradas, donde escondo mi tesoro de vidrios ataviados con el peso del vacío, de besos sesgados al bies y aquel trozo de cedazo útil tan sólo para la pesca de impertinencias. (Y es aquí precisamente donde empiezan las extrañezas: el tesoro que dice guardar el personaje de la piel arañada, tal cual está descrito, queda lejos de los tesoros al uso y no deja de resultar, ciertamente, algo estrafalario y difícil de imaginar). Acurrucado, espero la llegada del sueño mientras añoro el tintineo de las esponjas y de las descorazonadoras begonias, el sonido del gajo enristrándose en la claridad de sus dientes, y las epifanías de sal que, a rachas, escuecen mi corazón. (Definitivamente, la cosa se torna oscura. Parece que el animal sangrante va a echarse una siesta y que ha debido perder ya mucha sangre porque sus palabras no tienen otra explicación más que el delirio). Me dejo ir. (Nada que hacer: la historia, una vez más, se torna incomprensible y apenas si deja tras de sí una retahíla de palabras más o menos ocurrentes y retazos narrativos en estado gaseoso).

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