viernes, 19 de junio de 2009

DIZQUE

Dizque se quedó sin argumentos sabiéndose, empero, en posesión de la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad, razón por la cual no le quedó otra que llorar. Y claro está que con el llanto se puede enamorar a cualquier mujer, pero difícilmente se la puede retener por más de un día, y mucho menos mantener a lo largo de los meses, a no ser que la llorera adquiera tintes de dramática profesionalidad, cualidades éstas para las que no parecía estar dotado. Lástima que no lloró lo suficiente, o lloró mal, que nunca se sabe si las causas del abandono hay que buscarlas en la falta de calidad en lo llorado, o por razones más cuantitativas de escasez en el flujo lacrimógeno. En todo caso fue una lástima que, cabal y hueco todo a un tiempo, no le quedara otra cosa que el recuerdo de su nombre y su nombre lo fuera todo, como lástima fue que siempre soñara en perderse caminando hacia el sur y nunca diera un paso en la dirección deseada. Qué lástima, en fin, que tuviera que vivir de sus conejos, que eran muchos, y que viviera infeliz porque sabía que todos ellos le miraban mal y le trataban como a una mierda, y ¡qué lástima!, dios bendito, que dependiendo de las horas del día su mente lo mismo semejara una tortuga o una nave sideral y todo lo gravara en un viejo magnetófono de aspecto indescifrable, entre ácido y rancio, extraño en todo caso. Sea como fuere, el caso es que a juzgar por su olor cualquiera diría que llevaba más de cuatro días muerto, muerto o matado, que la verdad nunca se supo y a nadie pareció importarle.

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