miércoles, 10 de junio de 2009

ESCUPIDERA

Un olor pretérito anterior al primer olor, un tufo a medio camino entre la funeraria y la casquería, lograba abrirse paso en su memoria entre la música estridente de los nuevos vecinos (música que servía, todo sea dicho de paso, para dar a conocer la devoción de éstos por la bachata en kilómetros a la redonda, al tiempo que le taladraban la cabeza de lóbulo a lóbulo), y unas ganas locas de amar que se le antojaban exageradas. Bizco de nacimiento, cojo por vocación, de cuerpo lánguido y algo triste, cada vez que pensaba en los desfiles de migajas en los que se habían convertido sus vivencias amorosas, destilaba casi sin querer una saliva salada y salvaje que, convenientemente amasada y dirigida, iba a parar, ya con forma de gargajo, a la vieja escupidera que tenía en el salón. Recogía los platos mientras murmuraba nombres de mujeres a modo de batallas perdidas, cuando cayó en la cuenta de que las mujeres no escupían, y de que igual era esa la razón íntima y profunda, la razón principal diríamos, que explicaba el misterioso hecho de por qué las deseadas féminas en su mayoría no usaban escupideras, y de que, de paso, no quisieran verle ni en pintura. Presentía que había dado en el clavo. Presentir para luego sentir y volver, al fin, a recordar lo que sintió ante del sentimiento. Presentir, antes del aguacero, migajas de amores pospuestos y proposiciones inacabadas que le dejaban tumefacto e incapacitado de raíz para amarse a sí mismo. Y todo por culpa del gargajo y la escupidera.

No hay comentarios:

Publicar un comentario