miércoles, 10 de junio de 2009

EL SEÑOR BELL

Si bien su sentido último resultaba ciertamente opaco, cuando no directamente indescifrable para el común de los mortales, parecía que al menos la dirección era exacta: Margaritas 156, 1º B. Y allí me presenté, con la inmediatez de un rayo, en busca de un hombre al que la muerte le estaba desgastando y que al parecer vivía su lenta agonía en permanente concubinato con el demonio de la felicidad. Con la amoralidad natural propia de los que habitan en cualesquiera de los paraísos al uso, el sujeto en cuestión, sordo como una tapia, me abrió la puerta y me condujo a una sala repleta de guías telefónicas, todas ellas muy anteriores a la existencia del señor Bell, que así era como se llamaba el tipo en cuestión. Con un gesto vago e impreciso me invitó a sentarme, no sé si sobre el suelo o sobre una pila de estos mamotretos amarillentos, y ya en el suelo me contó que desde muy niño vivió del estraperlo, y que se alimentaba, como un lunático errante, de las huellas su propia obsesión. Las ausencias le impresionaban. Todas noches se acostaba con la miseria y todas las noches llamaba con su grito a las puertas de una asediada fortaleza en la que permanecía oculto el mayor inventario de vicios jamás escrito bajo forma de catálogo. Apoyándose en una muletilla consistente en dudar constantemente de su propia capacidad para decir lo que quiere decir (“no sé si me explico”, decía), trataba de contarme su caso mientras un sol matutino y arrogante describía con precisión los confines de su rostro. Era temprano y de su boca emanaban prodigiosas imágenes.

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