jueves, 25 de junio de 2009

LA PUERTA

En verdad que la forma en la cual me perdí y sobreviví a mi extravío pudiera llegar a resultar enigmática y absurda, pero quizás por esto mismo pueda despertar algún interés en quienes esto leyeren y entendieren. El caso es que en el techo había una puerta y creí mi deber llamar a ella. Ya se sabe que contra las puertas y los deberes nada podemos hacer, máxime si una doble nube negra en forma de flecha te señala con claridad el camino a seguir. Y llamé. Esperé un rato, y volví a llamar. Siendo la postura en la que llamaba y esperaba extremadamente incómoda, no me extrañó que quien abriera la puerta fuese el mismo diablo. Y así fue, en esa postura tan forzada, como pude comprobar que la baba del diablo, como el vino de Asunción, ni era blanca ni tinta, ni tenía color alguno con la que pudiera distinguirse, supongo que en cumplimiento estricto de los protocolos infernales. Luego apareció la luna. Me gustaría decir lo contrario pero las cosas son como son y lo cierto es que la luna no me reconoció, ni nada más verme ni al cabo de un buen rato. Primero tuvo que recordar, y después de recordar le pareció oportuno evacuar consultas con el mar, único espejo al que concedía alguna credibilidad, para caer en la cuenta de parte, sólo parte, de lo que tiempo atrás la luna y yo disfrutamos juntos. Cuando nos separamos (la luna me dejó) no resultó fácil rellenar su ausencia, y casi pierdo el hígado en el intento. Afortunadamente los sueños no tienen higadillos, de ahí que uno vaya de un sitio a otro llevándose consigo su sombra, sus sueños y los amaneceres más o menos apocalípticos que le han tocado vivir. En estas volvió el diablo, me dio a entender que se había hecho tarde, y con las mismas me vi de nuevo colgado en el quicio de aquella puerta mal puesta que pudo ser mi perdición.

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