sábado, 20 de junio de 2009

DODECAFÓNICO

Durante un tiempo que me pareció eterno, todas las mañanas del mundo me despertaba tarareando la música del hambre. Inejecutables por interés expreso del propio ejecutante, las 24 piezas que conformaban esta hambruna sinfónica se desplegaban a modo de arcadas dodecafónicas que servían para transponer los inarmónicos gritos de un chamán depositario de viejas sabidurías y que decía seguir a pies juntillas todos y cada uno de los 24 cantos que conforman la Ilíada. Huyendo de la relación dominante-tónica como si de la misma peste se tratara, la piedra de la impaciencia solía caer sobre mi testa simulando así un inexistente matrimonio de conveniencia entre las letras muertas y los vivos sonidos que con insistencia y disimulo terminaban por adueñarse del aire. De joven, en mis visitas a las tiendas oscuras, siempre acaba topándome con una tercera mayor a la que podía añadirse una quinta justa, y era así como se hacían ausentes los ecos etéreos de lo indefinido, ocupando su lugar la materia corpórea y presencial que todo lo arrasaba a su paso. El resultado es esta ruina que el lector tendría frente a si con poco que levantara la vista del texto y se centrara en oler entre líneas lo que trae el aire en su regazo. La lluvia, antes de caer, se lo piensa dos veces. Y es en ese espacio de sí pero no, donde se generan tensiones entre lo seco y lo húmedo, en los que nacen las tinieblas, se escucha el timbre del espejo, y huyen despavoridos los disímiles acontecimientos de la escucha, las alturas y los ritmos. El resto de las bagatelas, incluidas las benévolas marcas de nacimiento, quedan en manos del diablo. Siempre termino preguntándome lo mismo ¿y si pongo una nota más?, y sugiriendo a quién esto lee la misma recomendación: no intente comprender. Si puede, limítese a sentir.

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