domingo, 6 de diciembre de 2009

DUEÑOS DE NUESTRO TIEMPO

Atrozmente vivo, desasosegado en parte por tanta ausencia y extravío, cargó sus bolsillos interiores de piedras de harina y sal, y se dispuso a sumergirse en la piel del otro. Sin culpa. Sin pecado. Su fin, consistente en hacer de lo nauseabundo una obra de arte, justificaba a priori la utilización de cualquier medio. Toda acción parecía redimida de antemano con tal de que el aburrimiento no se adueñara de una vida, corta por definición, construida con el sumatorio de horas tan largas que parecían rosarios de eternidades. Tanto la mosca pesada que sobrevolaría su cadáver años más tarde con una insistencia digna de mejor causa, como los niños que a esa misma hora estarían rociando de gasolina a los vagabundos medio adormilados en los soportales de la Gran Via, comprendían perfectamente su desesperado intento de dar la espalda a la propia sangre pretendiendo, al tiempo, definirse por aquello que nunca fue. Inundado permanentemente de luz, su intelecto era capaz de albergar un universo asombrosamente prolífico de miedos instintivos en el que no abundaban ni los héroes ni los payasos, ni mucho menos los prestidigitadores. Y en eso consistía buenamente de su atractivo. Al fin y al cabo, en el espejo de la paciencia los genios y los locos tienen el mismo aspecto desmejorado que tenía Jonás después de permanecer tres días con sus correspondientes noches en el vientre del pez. Nunca llegaremos a ser dueños de nuestro tiempo, de ahí que a nadie importe ya la hora a la salga el tren de la estación. A él tampoco.

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