Atrozmente vivo, desasosegado en parte por tanta ausencia y extravío, cargó sus bolsillos interiores de piedras de harina y sal, y se dispuso a sumergirse en la piel del otro. Sin culpa. Sin pecado. Su fin, consistente en hacer de lo nauseabundo una obra de arte, justificaba a priori la utilización de cualquier medio. Toda acción parecía redimida de antemano con tal de que el aburrimiento no se adueñara de una vida, corta por definición, construida con el sumatorio de horas tan largas que parecían rosarios de eternidades. Tanto la mosca pesada que sobrevolaría su cadáver años más tarde con una insistencia digna de mejor causa, como los niños que a esa misma hora estarían rociando de gasolina a los vagabundos medio adormilados en los soportales de
domingo, 6 de diciembre de 2009
DUEÑOS DE NUESTRO TIEMPO
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario