jueves, 3 de diciembre de 2009

EL GATO BLANCO

Debiera colgarme con dos pinzas de la cuerda de secar la ropa a ver si así, colgado a la intemperie, aprendo cuatro o cinco frescas de las que están ahí fuera o, en su defecto, a ver si viento me trae algo que me explicara algo de mí mismo, es decir, que explicara parte al menos del sentido de mi existencia, en tanto que instrumento que sin ninguna duda soy en manos de los cuatro vientos. La verdad es que mis sobacos huelen a una mezcla tal de chatarra y sangre que ni yo mismo me aguanto, razón por la cual la idea de orearme un rato tiene sentido en sí misma, aunque no aprenda nada y aunque el viento traiga sus bolsillos vacíos de explicaciones existenciales. Ensimismado como me suelo encontrar en el recuerdo de aquel cementerio de nubes por el que paseé de pequeñito, no hace falta ser un lince ni tener la lengua mutilada para pensar en la posibilidad cierta de que me estuviera volviendo loco. Puede ser. Pero loco y todo hay que vivir, y siendo como soy lo más parecido que van a encontrar a una rata, no debieran extrañarse si mi realidad y la suya difieren. Errarían, empero, si llegasen por ello a la conclusión que su situación es como para tirar cohetes. Al fin y al cabo, su destino y el mío, a pesar de mi cobardía innata y del turbio cruce de miradas con el que nos regalamos mi otro yo y yo cada vez que nos cruzamos por la calle, su destino y el mío, digo, coinciden en lo esencial: nacimos, cada cual de su padre y de su madre, y que a nadie le quepa la menor duda de que moriremos. Lo contrario sería algo así como pretender cruzar la sierra que separa Chihuahua de Sonora y salir de allí indemne de la excursión. Sería un sueño. Claro que ahora que lo pienso no tengo muy claro si son ustedes los que interrumpen en mi sueño o yo en el suyo. En el mío no he visto ningún gato blanco ¿y en el suyo?

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