sábado, 5 de diciembre de 2009

LA AVISPA

Durante mucho tiempo no supo cómo escapar, pero al menos sabía que de morir tenía dirigir su alma hacia las fuentes amarillas. Ahora las cosas habían cambiado: ni sabía dónde estaba, ni si quería escapar o por lo el contrario preferiría quedarse donde está, y mucho menos sabía dónde ir, en el caso de que algún día llegara a saber dónde se encontraba y decidiera marchar. Así pues, desde el punto de vista del saber hay que reconocer que las cosas habían ido a peor. Siempre se imaginó a sí misma vagando sin rumbo, fea y sucia, en lo más profundo de un pozo sin fondo, pero las cosas habían llegado a un extremo más allá de lo imaginable. Si al menos tuviera a mano alguna de raíz de ginseng. Dicen que es muy bueno para la confusión. Lo único claro es que todo en ella era propiedad de la muerte, pero muerta y todo pensaba que resultaría reconfortante llegar a saber algo. Llegar a saber, por ejemplo, si los seres muertos antes que ella echan de menos a los vivos o, como era su caso, sólo añoran a otros muertos. En lo que a los sentidos se refiere las cosas no estaban mejor, ya que le costaba horrores discernir si lo que tenía enfrente era la boca de un mono o las fauces de una montaña. Aún así, no ahorraba esfuerzos. Por ejemplo, se pasaba los días de oscuro en oscuro intentando descifrar aquel manuscrito, pero se desesperaba ya ni siquiera atinaba a adivinar si estaba escrito en chino mandarín o en chino cantonés. Lo de que estaba escrito en chino nunca llegó a dudarlo. La pena es que nunca llegara a saber que lo que intentaba leer eran los signos producidos sobre el papel por las alas de una avispa, toda ella embadurnada de tinta, en el breve lapsus de tiempo que transcurrió entre que escapó del tintero y murió envenenada. Así pues, el chino no era otra cosa que los espasmos gráficos en los que quedó resumida la agonía del himenóptero. El cielo ardía en medio de una lluvia de rayos fosforescentes, y ella seguía sin saber.

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