miércoles, 9 de diciembre de 2009

EL HOMBRE DEL TRAJE GRIS

El hombre más paciente del mundo entendía la vida como un don dichoso, pensamiento éste que acarreaba como resultado inevitable vivir el día a día no sin cierto asombro. El apacible don del que disfrutaba aquel hombre no hubiera sido posible sin haber podido liberar con antelación, nadie sabe cómo, la palabra del lenguaje. Desde el observatorio privilegiado en el que se encontraba, el mundo se le antojaba un lugar diáfano ocupado sólo por libros y pinturas desde el que se podía observar la deuda del logos oscuro para con la luz y el privilegio de la forma. Cualquier excusa era suficiente para iniciar un hermoso viaje a través del viento y la arena, y las columnas de hierro forjado se levantaban ligeras al socaire de sus deseos, como si ante cada duda fueran más de dos mil doscientas las almas que trabajaran al unísono para hacer posible el sueño. De vez en cuando abría una ventana por la que se colaban los humanos, sus queridísimos humanos, la mayoría comiendo galletas chicas, así como un montón de almas rezagadas que exigían otra vuelta de tuerca más a su panza del burro blanco. También se colaba de vez en cuando un hombre de traje gris que traía consigo un puñado de polvo y que vendía, a modo de tiempo recobrado, como el único remedio eficaz para encontrar algún sentido al pasado. En realidad el vendedor de los polvos milagrosos era él mismo, pero vestido de gris, lo que pasa es que como tenía una memoria de pez que competía con otras memorias procedentes de neuronas de madera, resultaba que su doble personalidad pasaba perfectamente desapercibida. En éste contexto amnésico, nadie se extrañaba de que el hombre del traje gris no temiera a la lluvia, ya que en realidad venía con el cogote bien mojado y estaba harto de recrearse desde pequeñito en los musgos que crecen en derredor de cualquier casa parroquial. Ésa y no otra era la forma peculiar que encontró para resistirse a los milagros del desencanto.

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