martes, 1 de diciembre de 2009

VIVIR CAÍDO

Se adentró su lengua en mi aliento y yo me refugié en el gran tintero del mundo. Pero no hubo forma de escapar, y sucumbí, aún a pesar del catafalco de consejos, a sus iracundos gemidos de hembra hambrienta. Nada pudieron contra su sed ni las alfabéticas pirámides ni los limbos sígnicos en los que de normal hacía descansar el sonido de la carne. Lleno de mundo como estaba, me mataron obligándome a morir. Sus ojos me decían que, puestos a hacer, bastante tenemos con seguir haciendo de las nuestras. El estropicio resultaba bien visible: duros pedazos de paloma azul, y andrajos gaseosos e infinitos de lagarto viejo. Y si no me creen a mí, que hable la calavera y nos diga con su voz grave lo que vio, todo lo que vio, y nada más que lo que vio, antes que los gusanos la tomaran al asalto y lograran pernoctar en las marcadas cuencas de sus ojos. Pienso que va a hacer falta del llanto unido de todos los hombres para que me incorpore de donde caí y lentamente, muy lentamente, eche de nuevo a andar. Y no espero tanto. Ansioso yuntero de su carne fui, ya que era yo quien la araba entre soledad y soledad. Claro que andando el tiempo las neuronas te coronan de polvo viejo, y desde sus cubículos cóncavos miden mucho las instrucciones que dan al cuerpo, ya que piensan para sí que bastante tiene el cuerpo con lo suyo, es decir, con lo de seguir siendo cuerpo. De ahí que ahora piense con seriedad en la posibilidad de vivir caído.

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