jueves, 10 de diciembre de 2009

PULGARCITO

El cuento de Pulgarcito te lo he contado ya una docena de veces en lo que va de año. Me niego en redondo a contarte otra vez la misma historia. Eres más pesada que una vaca en brazos. A tus ochenta y cuatro años ya va siendo hora de un cambio en tus hábitos literarios. Si te parece, voy a realizar algunos comentarios a vuela pluma a propósito del cuento y mañana lo comentamos en el desayuno. Abuela, por dios, no pongas esa cara que no es para tanto. Venga. Atenta. Primera reflexión: es muy frecuente confundir la bondad y la timidez en el habla con la falta de seso. Si además de parco en palabras resulta que se es pequeño, del tamaño de apenas un dedo pulgar, la cosa de la tontería se da por hecha, que es ni más ni menos que lo que le sucedió a nuestro Pulgarcito. Segunda reflexión: supongamos un año de gran escasez, un año en el que la imposibilidad de unos padres de alimentar a sus hijos se convierte no ya en una hipótesis sino en un hecho cierto, ¿qué es preferible, abandonarlos a su suerte o verlos morir de hambre? Tercera reflexión: no debemos preocuparnos tanto de los bosques espesos como de las mentes poco claras. Cuarta reflexión: supongamos que no tenemos otra que ponernos a andar camino de nuestra perdición ¿qué truco debemos utilizar para no perder el camino de vuelta? Cuarta reflexión: dado que los Pulgarcitos aparecen muy rara vez sobre la tierra, no es probable que nada de esto nos ocurra ni a nosotros, que ya no tenemos edad, ni a ningún tierno infante de cualesquiera ramas de la familia, pero si ocurriera, debemos tener presente que, bien sea por confusión o por falta de pericia, los ogros terminan degollando a sus propios vástagos en detrimento de su alimento natural, que no son otros que los rollizos infantes de entre tres y doce años. Quizás todo esto que te he contado pueda resultarte un poco pelmazo, pero dale algunas vueltas al asunto mientras te duermes y veras como mañana tenemos un desayuno de lo más sabroso. Abuela, eres un cielo.

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