Ni los sulfurosos paneles repletos de rico azufre, ni las
visitas a la patria del carbón de la mano de ferrosas madres autóctonas, ni los
insectos comedores de piedras, ni siquiera los collares hechos de madreselva y
escamas de lapislázuli, nada, definitivamente nada era tan bello como las
ilusiones que nos sostenían y que se enredaban unas con otras a base de cuerdas
de lluvia y luz.
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