Bien
sabía que era a él a quien debían temer, pero no lo iba pregonando por ahí por
miedo a que le creyeran. Susurrando, se
lo contó la muerte en un descuido. Se
sabía atormentado y maldito y, por más que se atiborraba a mandarinas y
a tomates con mucha sal, permanecía en su paladar ese retrogusto mezcla de
sangre y polvo viejo.
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