Ni
el aroma a café, ni la fetidez que desprendían las colillas viejas que
abarrotaban el cenicero, ni tampoco el tufillo a caucho quemado que se había
hecho fuerte en algún rincón del taller o las fragancias a menta colada que
todas las tardes se adueñaban de la cocina. Nada. Ninguno de esos efluvios
impresionaban tanto a su olfato como el olor a sudor de su amado, promesa
oculta de posesión de una piel que aún le fascinaba.
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