jueves, 12 de marzo de 2009

CUÁQUERO

Acostumbrado como estaba a vivir entre las tumbas, ese cuáquero se hubiera muerto con gusto de haber estado seguro de que cerrarían la tapa sin ruido. Creo que echaría de menos las piedras, me echaría de menos a mí, y para de contar. Soy su amigo, su cuáquero, y un cuáquero, un buen cuáquero como él, no busca otra cosa que la luz. Y es lo que yo le decía para que dejara de pensar en tonterías: ahí abajo, le decía, no vas a encontrar más luz, pero nada, que si quieres arroz Catalina. Ya de pequeño resultaba un tanto rarillo. Sentir más la muerte del villano que la de los enamorados no es buen síntoma para empezar. De mayor, los temblores y convulsiones que tan a menudo le sobrevenían durante el silencio, y de los que decía sentirse tan orgulloso, no eran sino expresión de unas piedras interiores, decía el, que le hacían heridas en el alma y le resultaban molestas. Su tranquila santidad, exenta de cualquier asomo de culto y gusto por la jerarquía, la llevaba con resignación propia e incomprensión del resto. Desde que nos hicimos amigos en el colegio y decidimos compartir el silencio, se empeñaba en cogerme la mano ofreciéndome en trueque la suya, que no me parecía sino una trozo de carne insulsa, almohadillada y sebosa. Era una sensación cálida y asquerosa. No me gustaba nada y se lo decía pero él hacía como si oyese llover. Le daba vergüenza sonreír porque le faltaban dos dientes de delante. Ayer enterramos a mi amigo, y las heridas de las piedras, que resultaron ser piedras en el riñón, ya no le resultan tan molestas.

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