lunes, 30 de marzo de 2009

SOPOR DE ALCOBA

Giro sobre mi sopor como un derviche hasta caer derrumbado sobre su pecho de abedul. Mi cuerpo, que antes colgaba de mí, se dedica ahora a conferenciar con el suyo, interrogándose ambos sobre unas arrugas, al parecer nuestras, que constituyen toda una revelación. Tectónica de tiempos muertos, dice ella. Huellas que redimen de la inexplicable pregunta sobre la congoja, digo yo. Sin acuerdo posible sobre la naturaleza de los surcos epidérmicos, coincidimos empero en rechazar la adoración de los becerros cosméticos y en la renuncia al granero de limosnas de una vida nueva más allá del quirófano. Aún así, giro con sumo cuidado el picaporte que abre las puertas hechas a la exacta medida de los dioses para asomar primero el hocico curiosón y luego la vista, pero nada, allí no pasa nada. Recuperrándome como lo haría un perro de las idas y venidas de tanta testosterona, me siento a leer con detenimiento el decreto en el que se anuncia la venida de un nuevo sol, capaz de iluminar, dicen, las recónditas quijadas de esta tierra nuestra, vieja y vanidosa. Incrédulo, cierro el boletín y no se me ocurre otra cosa que hacer que girar de nuevo sobre mi sopor…

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