sábado, 7 de marzo de 2009

FERRER

El relieve de sus arrugas resultaba del todo irrelevante para lo que quiero contar, pero como por algo hay que empezar empezaré diciendo que tenía unas arrugas profundas, una verruga en el alerón derecho de su nariz y una incipiente pelusilla que, a modo de bigote en proyecto, nos hablaba, y mucho, de la dureza de su ascética y su estética, y puestos a estirar las interpretaciones, algo decía también a propósito de la efímera levedad de los vientos de cuaresma. La conocí con el tocado riguroso y absurdo propio de los grandes momentos y parecía como recién escapada de un convento loco y feliz. Su forma de mirar resultaba seca, al punto que sus ojos parecían arder. Estas sensaciones flamígeras, provocaban en quien la miraba un no sé qué, un drama de cenizas que en todo caso aportaba quien la veía, no ella, o eso al menos me parecía a mí que era quien en ese momento la estaba mirando sin que me pareciera que pusiera por su parte el más mínimo esfuerzo en lo que estaba haciendo o dejando de hacer. Hablamos del tiempo. Del mal tiempo. Coincidimos en que casi nunca nos entendíamos con el tiempo y en lo poco que le importa al tiempo la justeza o injusticia de sus acciones. Hablamos por supuesto del just in time. Coincidíamos en que unas veces pareciera como si corriésemos tras de él, y en otras fuera él el que nos persiguiera, con tal mal fario que, cuando por fin nos alcanza, resulta que somos demasiado viejos, y ya no nos reconoce, o ya no le interesamos, el caso es que nos suelta y nos olvida al menos por un trocito pequeño de su ser, que es lo que llaman un rato. La confesé que, por un momento, pensé que me atravesaría. Pero nunca hubo nada nosotros. Me refiero entre el tiempo y yo. Ella me habló también de su gusto por los números y de aquel tipo que fue capaz de redefinir el silencio sin darse cuenta, un sólo un muerto más del último muerto que conoció.

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