viernes, 20 de marzo de 2009

MARCA DE LA CASA

No está bien que una muchacha contemple cómo su madre coge un cuchillo, se levanta de la mesa, y mata a su padre durante la cena de un certero tajo en la yugular. El hecho de que siguiera comiendo hasta terminar el último trozo de filete empanado, dice mucho sobre lo que más tarde se conocería como su “fría personalidad”. Afortunadamente, en vez de asesina en serie, la muchacha en cuestión transmutó en poeta, en una mujer de verde que escribía a trallazos, como si tuviera un avispón negro moviéndose dentro de su masa encefálica o, por momentos, en lo más recóndito de su enorme culo. Decía que era imposible escribir un poema sabiendo de antemano lo que se quería decir, no sólo por la dificultad que entrañaba, en general, saber de antemano nada de lo que se quiere decir, si no porque en un poema no se sabe nada, ni se quiere decir nada. Se trata más bien de arañar enigmas de entre las brasas del tiempo. Estrenaba el mundo todos los días saludándole con un llanto seco e inconfundible, marca de la casa.

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