jueves, 19 de marzo de 2009

LA SOPA

Mientras agonizo, aprovecho un rato libre que tengo para ir pelando la cebolla de la cena, y de que pelo la cebolla no puedo dejar de pensar en las bragas de la camarera y en utilidad de la religión, todo a un tiempo. Apenas transcurridos unos segundos, lloro. No sé muy bien por qué –el testamento del hermanastro, los efluvios de la cebolla, los rechazos que se fueron sucediendo a lo largo de la noche,…-, y sigo sin saber muy bien por qué, después de valoradas ciertas alternativas. Cojo otra cebolla del cesto y pienso en escribir un ensayo sobre la cojera, y pienso en aquel marino que perdió la gracia del mar, y en echarme a la carretera en busca de travesuras de niño malo, y en lo útil que resultaría un libro de instrucciones para un descenso a los infiernos. Pienso también que veré Tokio triste y azul. Se me ha metido en la cabeza que cuando vea Tokio va a aparecer ante mis ojos triste y azul, y que entonces decidiré refugiarme en la esterilla de cualquier habitación de hotel para leer cuentos sin pluma que hablaran acerca de los pájaros. El romanticismo propio de los verdes valles y las colinas rojas ha dado paso, en los lóbulos frontales de ciertos ejecutivos de plasma global, a un discurso vacío sobre el mundo. Resultando su capacidad de síntesis infinita, capaces son de ofrecer una teoría del todo y un curso completo de filosofía en seis horas y cuarto, y todo para ahorrar costes. Bueno, creo que ya hay suficiente material para que la sopa tenga, si no sustancia, si al menos algún sentido.

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