domingo, 8 de marzo de 2009

EN EL CABO DE LAS GATAS

Ayer tuve la ocasión de escuchar muchos cuentos. Hubo uno en particular que me llamó la atención. Hablaba de un cuentista cuenta cuentos, antiguo traficante de palabras, quien con una sistemática digna de mejor causa se dedicaba a observar desde la línea de playa la efusiva decadencia de los cuerpos retratados al sol. Me gustó no sólo el cuento si no el personaje del cuento. Dotado de una capacidad proteica, fue del retablo a la barraca, de la barraca a la chalana y de ésta a los teatrillos de Lavapies sin que mediara en su forma de ser cambio aparente alguno. Pero era pura fachada. Si bien en su aspecto exterior reinaba la parsimonia más absoluta, en su interior se encontraba fuera de sí, y esa doblez creaba sin saberlo o, por lo menos, sin pretenderlo, una confusión tremenda en quien tenía la oportunidad de observarle. Sus ausencias, por ejemplo, resultaban espectaculares. Cuenta el cuento que, una vez ido, los que permanecían llegaban a tener la sensación de que en realidad nunca había estado allí. La morbidez de sus caricias huidizas en los azulejos del mar también resultaba llamativa y sorprendente. Tuve la ocasión de asistir a acontecimiento importante en su vida. Fue ese instante feliz de pura consciencia en el que, a punto de terminar el cuento, el protagonista, por primera vez en su larga existencia, fue capaz de percibir los objetos como seres cargados de emoción. Dice el cuentista que sintió algo parecido a lo que sintió hace años al reconocer como auténtico el tacto del primer billete falso que cayó en sus manos en este lugar medio perdido en el cabo de las gatas.

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