martes, 24 de marzo de 2009

UNA EXPLICACIÓN

Siempre he pensado que el tacto a esparto de mis ojos y el extraño gusto a estaño que con regularidad invade mis labios, tenían una explicación más allá de la rémora silente que gravita sobre mí como si de un mal de ojos se tratara. Hoy, gracias a la tecnología, no sólo sé que la explicación existe si no que sé cuál es, y como estoy de buenas se la voy a contar. Para ello debo retroceder al pesaroso sueño en el que fui esculpido de la nada. Allí, estancado en una especie de escondrijo mitad quietud y mitad calma chicha, habitaba mi esencia de doble hélice. Pues bien, a la izquierda del primer aminoácido según se entra, reposaba, y aún reposa, el poso de estupidez gracias al cual veo cosas que no debiera ver y que, para colmo de males, no termino de creerme. Son dos, pues, los estímulos que me conducen a frotarme los ojos con lo primero que encuentro. De ahí lo de los ojos y el esparto. Lo de los labios fue un accidente que aconteció en pleno proceso de duplicación de mi ADN en la célula madre de todas las células. Al parecer, un ácido mensajero estaba trabajando en asuntos relativos al puro hueso cuando, como quien dice una nada, un hálito vital, se creyó lo que no era e inicio su peculiar mutación consistente en un inextinguible anhelo de perfección, anhelo que, con el transcurrir del tiempo, terminó situándose un paso más allá del límite de lo razonable. No es verborrea, pues, no es “piquito de oro”, es búsqueda inútil y produce en los labios de los afectados un inconfundible sabor a estaño.

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