jueves, 5 de marzo de 2009

OCASO

En los ocasos de lo pasado, nunca pasa nada. Y es allí, donde nunca pasa nada, donde enajenado por una especie de luz pretérita, vivo la mayor parte del día. Ni que decir tiene que la luz, en un ataque de puro aburrimiento, fue creada por la nada. La mismísima nada. Pero no siempre fue así. Recuerdo mañanas de albores sin mácula, e inalámbricos amores que como la ola y la nube, se erigían majestuosos ante mi vista, día si y día también. Parecíamos eternos. Recuerdo también las bocas, negras bocas gemebundas, y lugares mistéricos donde recolectábamos besos y sonrisas silvestres. Antes de la nada, pero después de las bocas, llegó el tiempo en el que las rosas sin espinas eran las reinas del jardín, los burros volaban, y los puercos se desplazaban por sus pocilgas a lomos de cinco hermosas patas, cinco. Era la perfección de lo impar antes de que el horizonte, declinado y decadente, quedara para siempre transpuesto en el anhelo de un más allá que, hoy por hoy, se me antoja más necesario que nunca.

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