lunes, 2 de marzo de 2009

EL TAXI DE LA RISA

Tenía un hilillo por voz y era virgen, o por lo menos eso me dijo, y tenía también otra cosa curiosa como era su inveterada costumbre de reírse por la calle sin que nadie supiera muy bien a cuento de qué reía. Siempre que alguien se ríe por la calle, venga a cuento o no, resulta llamativo. Si además es por la noche, cualquiera puede llegar a malinterpretar la risa y el cuento y empezar a preocuparse. Y si para colmo la carcajada termina en un redíos chillón proveniente de los labios de una virgen, créanme que es para echarse a temblar. A ver si son capaces de pensar siquiera por un minuto en el cuerpo de la carcajada y el redíos. Creo que podemos coincidir en el diagnóstico: patético. La gente, especialmente la gente que ríe como las hienas, debiera meterse en un armario para reír sin molestar a nadie. Claro que meterse en un armario para reír es lo que haría cualquier pelagatos, cosa que aun siéndolo hago lo posible de que no se me note. Y eso que los chicos, por razones de género que se me escapan, siempre lo hemos tenido más fácil a la hora de reír, y los chicos feos ni se lo imaginan. En fin, el caso es que para salir del embrollo en el que me había metido la virgen pensé en la posibilidad de coger un taxi y empezar a reírme como un descosido mientras el taxista hacía su trabajo. Me pareció una buena idea. Pensé que si funcionaba podía decírselo a la virgen y hacerla un favor. Pero antes, claro está, había que hacer la prueba. Paré un taxi y me despanzurré en su habitáculo. Le indiqué un destino y le di un billete cincuenta pavos para que no hubiera o hubiese problema alguno. Una vez realizados todos los prolegómenos traté de reírme, pero no hubo forma. No pudo ser. Ese taxi olía como si simultáneamente hubiesen encendido y apagado en su interior cincuenta mil millones de farias. Resultaba vomitivo. Así que nada. Cuando volví a ver a la virgen con risa de hiena la comenté lo del armario. No la pareció ni mal ni bien. Simplemente rió.

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