jueves, 23 de julio de 2009

EL DÍA EN QUE TODO ACABÓ

Como todo lo digno de ser empezado, ésta historia comenzó con un sueño, un sueño que tuvo su inicio, como todo aquello digno de tener un final, el día en que todo acabó. Ese día, el día en que todo se acabó, me quedé callado y al acecho, e intenté mirar tras la ventana lo más lejos que pude. Me dejó, pero no terminaba de quedarme solo. Durante un buen rato deambulé sonámbulo sin otro norte que la melancolía, y luego tuve un repentino retortijón de tripas que me dejó frío. A todo esto, su lengua de trapo resonaba continuamente en el interior de mi cabeza. En el juicio final que tuvo lugar aquella misma tarde, fue un error elegirme a mí mismo como testigo de cargo contra mi propia locura. No se puede estar en misa y repicando, al plato y a las tajás. Dicen que nada ocurre al azar, pero a la chita callando es el azar el que coge las riendas del devenir y te hace papilla. No sé por qué diantres me niego a dar por buena la lectura más obvia: estoy solo y es difícil llorar con el oído, sobre todo cuando nadie gime y el desgarro de la oreja pareciera un acontecimiento de otro sueño, cosas de Van Gogh y Gauguin. Nunca tuve pecera pero lo cierto es que en este sueño, muertos o a punto de morir, peces de ojos enormes me interrogaban desde las profundidades marinas. Ni que decir tiene que, afortunadamente, la historia terminó ese mismo día, si bien el sueño continuó noche tras noche.

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