miércoles, 22 de julio de 2009

INMERSIÓN

Fue durante el equinoccio de otoño cuando tuvo la ocasión de zambullirse en aquella majestuosa piscina de vidrio salado. En el breve lapso de tiempo que tardó en llegar hasta el fondo, se le ocurrió pensar que, por mucho que Newton se emperre, la gravedad, lo atractivo de la gravedad, no reside tanto en acto de la caída, si no en la abstracción que subyace a ese mismo fenómeno. De hecho, es la presencia de la atracción lo que produce la caída, y en eso consiste la extrema gravedad de tal acto. Era buen teórico nuestro nadador y todo eso lo pensó en el primer segundo de la inmersión. A punto de tocar el fondo de porcelana salpicado aquí y allá con algas y cerámicos peces de colores , creyó saber que uno es lo que fue, lo que es y lo que llegará a ser, todo eso indistintamente junto y hasta revuelto, como revueltas están en el espacio la vida de una piedra, el tenebroso cobre y las altas vasijas. Tocando el fondo con su mano derecha, se imaginó en un pasillo extraño y sin más séquito que la que tenían a bien proporcionarles los dos espejos que colgaban de sus paredes. Luego continúo el impulso y, sin saber ni cómo ni por qué, vino el golpe de su cráneo contra algo, y ocurrió como si un cuerpo largamente perseguido llegase a su destino final, y como si lo que antaño considerara una lejanía, se acercara ahora a una velocidad de vértigo hasta el lugar y la hora en la cual terminaría acurrucado en un nicho del montón. Se sintió seco, muy seco.

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