martes, 7 de julio de 2009

MIGUELÓN

Arrastraba su dolor por entre los arbustos de la serranía, y pensaba que, asada así, la carne tenía un cierto regusto a rancio matadero de provincias, con el agravante de que al salir de la cueva el testarudo hedor continuaría erre que erre acompañándole allí donde se le antojara ir. Pero de la carne mejor ni hablar, ya que incluso sus huellas, que aquella tarde quedaron impresas sobre la arcilla fresca, se perdieron para siempre. Ni rastro quedó tampoco del resplandor de tantos y tantos ojos que se iluminaban como antorchas ante los rugidos del fabuloso bestiario que le rodeaba. Los silenciosos alfabetos, el rastro del óxido de hierro con el que logró dejar constancia mágica de su mano sobre la pared, la angustia, la soledad y el fracaso de tantos y tantos días, los rituales de pavor…nada de eso quedarían ochocientos mil años después. Toda síntesis de sus ágiles movimientos sobre los animales despeñados en la gruta, el desgarro de las anatomías dominadas, la oscura materia en la que se sustanciaba la vida repleta de irresolubles misterios,…de todo eso nada quedó. Sólo el cráneo, unos dientes bien conservados, y la constancia empírica de un dolor de muelas que hizo época y que explica, sin duda, la familiaridad que sentía al mirar aquella calavera.

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