lunes, 6 de julio de 2009

LA MUJER QUE DESCONOCÍ

La mujer que desconocí vivía en un ático con jardín. Tenía por costumbre desayunarse con dolorosas obsesiones conformadas a base de hojas de sol y sombra, y le gustaba sobremanera verse viéndote, es decir, mirarse en los ojos de quien la miraba. Gazmoña en las tardes de otoño, repleta de venturosa soledad en los largos inviernos, pensaba que el mundo, al contrario que los hombres, no necesitaba de redención alguna. Su gran fortaleza, a mi entender, residía en la capacidad que mostraba para dudar metódicamente de casi todo. Por añadidura, la mujer que desconocí parecía tener un don especial para oler la muerte horas antes de que hiciera acto de presencia, y solía decir a quien quisiera escucharla que el pensamiento no tenía fin alguno, y de tenerlo ese no era, desde luego, el de la certidumbre. A veces actuaba movida por fuerzas que parecían no tener nombre, resultando, quizás por ello mismo, tan misteriosas como ella misma. La mujer que desconocí viajaba mucho de cabeza, y así, la vida se le iba en cotidianos de polvo, viento y bueyes. Definitivamente, la mujer que desconocí no tenía buena opinión de ciertas prácticas políticas. Declaraba a unos incapaces de dar a luz esperanza alguna, y de los otros decía que parecían tener una capacidad innata para traicionar esa misma esperanza. Resumió los círculos viciosos que percibía en los asuntos públicos en una frase lapidaria que hizo fortuna entre sus allegados: el aire, decía, está lleno de mentiras. La mujer que desconocí no tenía buena opinión de la mentira.

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