miércoles, 15 de julio de 2009

LA VISITA

Las verjas cubiertas de madreselvas cercaban un pedacito de mundo realmente acogedor y paradisíaco, un lugar cuya arrebatadora delicia producía en mi acompañante auténticos milagros en su disposición de ánimo. Pareciera como si su organismo generara extrañas endorfinas en forma de bondad inusual. Más tonta que un tal Abundio, que vendió el coche para comprar la gasolina, y ajena por completo a los placeres o penas que causaban sus actos, la baronesa de impronunciable nombre se regodeaba en el ejercicio de su avieso humor y, por qué no decirlo, en la práctica de la única tarea conocida a la que se dedicaba con ciertos visos de constancia desde que tuvo uso de razón: el exquisito goce de la simplicidad en el gusto. Insustancial y glacial todo a un tiempo, sus indiscretos atavíos y sus amanerados gestos huían de la llaneza en el trato como la fiebre de la penicilina. Su vida declinaba, no así su dinero, entre lánguidas conversaciones, y hallándose sin duda en las postrimerías de una existencia aparentemente plena, no hacía ascos a comentarios de dudoso gusto cuando no directamente groseros. Durante la visita, sucedió en más de una ocasión que el cúmulo de chanzas y atavíos indiscretos y graciosos lograron lo que parecía imposible: subir los colores de un rostro oculto bajo kilos de maquillaje. Afortunadamente, no hay mal que cien años dure y la velada de alto copete tocó a su fin. Entre risas absurdas e impertinencias indignas de tanta alcurnia, tuvieron lugar los litúrgicos gestos de la despedida, que remataban en fríos adioses y forzados apretones de manos. En fin, la visita terminó como empezó: en medio de una naturaleza domesticada pero hermosa.

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