domingo, 12 de julio de 2009

GILIPOLLEZ

En el ínterin de su propia existencia, es decir, en el tiempo que dura el desempeño interino de una vida, e indiferente del todo a los sutiles matices que pretenden llamar la atención, pongamos por caso, entre la estima y el amor, su impenetrable calma, su extraña espiritualidad, me resultaba por entero incomprensible. Se nutría de su propia realidad como el remedio más sencillo de ir adquiriendo vida propia a marchas forzadas, aún a riesgo de coquetear con la vulgaridad y la aflicción día si y día también. Para conjurar este peligro, hacía gala de un impresionante catálogo de cautivadoras maneras y de un tono de voz tan frío, tan sin alma, que generaba en sus interlocutores, sin que éstos notaran nada, respuestas semiautomáticas de serena cortesía. Su espíritu, proclive a la melancolía, era capaz de remover los entresijos del alma llegando a producir en su interior una especie de útil comunión entre el sentir y el pensar. En su longevidad, y aún a pesar del modo imperfecto con el que articulaba las palabras, llegó a pensar, y por lo tanto a sentir, que la felicidad era aquel estado vital en el que el ser en cuestión espera la llegada de la felicidad sin saber que ya disfruta de ella. En otras palabras, su mente asociaba instintivamente felicidad con gilipollez, generándose en su cortex cerebral, cada vez que escuchaba pronunciar a su alrededor algunas de esas dos palabras, una conmoción de la inteligencia seguida de un bloqueo terrible, del que tardaba meses en recuperarse.

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