lunes, 13 de julio de 2009

HORCOS

En su cabeza, una especie de cueva en cuyo centro albergaba un pozo frío y profundo, lo viejo aparecía mezclado con lo nuevo y su odio se había convertido en una implacable máquina de recordar. Nunca llegó a aparecer aquello que debió despertarlo de la pesadilla de hoy, algo así como un ladrido, el camión de la basura, o la propia voz de la hierba en diálogo con la tela del pantalón, razón por la cual los hechos se sucedieron sin nada ni nadie que pudiera poner fin a aquel sufrimiento. El sueño, pues, siguió su curso, y se vio así mismo, sin comerlo ni beberlo, metiendo un cordón umbilical en una maleta de hidrógeno líquido. Sus ojos, sus gestos todos, perturbados por la continua sucesión de imágenes nocturnas, traslucían cansancio. Él, que en el hábitat de la consciencia se posicionaba en las antípodas de la misantropía, con un humor tétrico que no manifestaba otra cosa que amor por los de su especie, en la orilla del subconsciente, empero, parecía obligado a representar otro personaje bien distinto: sus cejas arqueadas proyectaban sobre su alma la mayor de las sombras, y los demonios que habitaban dentro, como los Horcos, se multiplicaban hasta el punto de convertirse en legiones capaces de aniquilar la luz. Oculto tras los helechos del miedo, se frotaba los ojos con agua y vinagre sólo para no dormir y poder continuar así su combate con las sombras. De procedencia incierta, un dulzón aroma a canela impregnaba el aire cuando el sonido de un despertador salvífico le hizo caer en la cuenta de unas sábanas y de una estancia en cuya certidumbre encontró el oxígeno necesario para respirar en paz.

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