martes, 28 de julio de 2009

EN CASA DE ISAÍAS

Llegado el momento, los hombres abandonaban las faenas y los rebaños desperdigados en los que de forma natural se agrupaban según su función y actividad, y se sentaban alrededor de las estufas para escuchar historias. En casa de Isaías también se contaban historias. La historia de hoy decía que un día malo se torció para convertirse en otro peor, sin dejar por ello de ser el día que era. Los alcornoques habían mudado en chopos, y nubecillas de purpurina vagaban por el espacio azulado e inmaterial que hacía las veces de cúpula celeste. Ni que decir tiene que todo esto sucedía mucho antes del tiempo de las grandes prohibiciones, de forma tal que las familias extensas se juntaban unos con otros para hacer más llevadero el frío y bebían, sin otro objeto que el de beber y escuchar las historias, y fumaban, sin más pretensiones que la de escuchar historias y echar humo. Lo cierto es que, entre unas cosas y otras, perdí el hilo de la historia y poco puedo contarles al respecto. En un momento dado, el narrador dijo que el siseo del agua sobre un lecho de piedras se mezclaba con el ruido de las palabras que habían caído allí por casualidad, y resultaban ya del todo indistinguibles de todas las demás cosas que la propia tierra había segregado y la corriente tenía a bien llevarse. La descripción no estaba mal, pero nada decía sobre el argumento de la historia en cuestión. En otro momento posterior escuché también algo así como que la calumnia se adentró en sus oídos como una golosina se adentra en el paladar de los golosos, es decir, con avidez y naturalidad, pero de nada de ello puedo dar fe porque el aguardiente y aquel tabaco del diablo estaban haciendo su efecto, no sólo en mí si no en el narrador, que se colocó unas gafas de madera y dijo mostrarse incapaz de recordar nada que tuviera que ver con esa ni con ninguna otra historia.

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