lunes, 30 de noviembre de 2009

CONTRARRELOJ

Fue contrarreloj como pudo distinguir el arrebato aquel vértigo insano que separa el vacío figurado del real, y lo que le permitió a la postre vivir un día más, arrebatado, sin otro oficio conocido que el de subrayar sus enfermizas obsesiones. Espero que crean esto que les digo sin necesidad de que se produzcan grandes horrores en forma de hambres y pestes, como tampoco espero que sea necesario que sus ojos vislumbren espeluznantes milagros que iluminen la bóveda celeste para que entiendan que el reloj no es que representara una pálida alegoría del caos sino que era el caos mismo. De ahí que las cosas hechas a contrarreloj tuvieran, entre otras propiedades, la de acentuar la sensación de no hay tiempo que perder, como si uno pudiera hacer con el tiempo otra cosa que perderle. Por ejemplo, uno cualquier se olía a sí mismo, pero se olía contrarreloj, de forma tal que sólo oliéndose a sí mismo era capaz de reubicar los desiertos de cada día en las nuevas geografías de la sorpresa. Todos esos escenarios criminales donde los silencios se fabricaban cada día, representándose a continuación para el distinguido público, mudaban con rapidez, a contrarreloj, como tiene por costumbre de mudar el miedo de una neurona a otra. Era contrarreloj también como el áspero espíritu del bebedor se compadecía cada día peor de la perfecta alegría con la que el ángel caído nos anuncia su promesa. Las inevitables fricciones que surgieron entre los náufragos destinados a los infiernos se disolvieron como por arte de magia al contacto de éstos, los náufragos, con las cloacas, y ni que decir tiene que tal disolución tuvo lugar contra el reloj. Como ente revelador de cosas nuevas, la luna llena y andrógina que habitaba en el interior del reloj parecía a su vez embarcada en una carrera contrarreloj, y la tal carrera tenía lugar antes de que llegara a sus manos la lluvia que inevitablemente aparecería en forma de gotas de azaroso caos. Así pues, era muy habitual que el río de las cosas fluyera muy cerca de su cadera de reloj de cuco sin que ni el reloj ni el cuco le concedieran importancia alguna. No hacía falta ser un lince para entender que también el río estaba en lucha contra el reloj, y ni que decir tiene, porque es asunto de sobra conocido por todos, que fue el reloj el que venció en todas y cada una de las carreras en las que aventuró su eterna honra.

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