viernes, 8 de enero de 2010

CAMADA

Perdidos en un sueño, como lobos babeando detrás de un rebaño de carneros, estos miembros de la clase peatonal deambulaban de derrota en derrota con un miedo enorme a separarse y quedar así sumergidos aún más en el laberinto del desamparo. Aparecían por los antros nocturnos de forma tan sorprendente como podría aparecer una lluvia de granizo en las playas de Cabo de Gata durante un soleado día del mes de julio. Una vez dentro, lo primero era mirar. Mirar una y otra vez desde la misma oblicua mirada que ya miraba desde el principio de los tiempos para volver a ver siempre lo mismo. En este caso, la larga espera tuvo sus frutos y al cabo de la media hora en la mejilla de la camarera no quedaba ni el más mínimo rastro de lágrima. Después venía la compleja tarea consistente en olisquear, pero con la conjugación práctica de este verbo casi nunca aparecían resultados tangibles ya que el olor del miedo y el de la orina saturada de ron garrafero hieden de forma parecida. Apuradas ya las birras, el más listo de todos procedió a rascarse la cabeza saludando uno por uno a los piojos y liendres que paseaban por su cuero cabelludo como Pedro por su casa, y esa parecía ser la señal esperada para desaparecer como llegaron.

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