domingo, 3 de enero de 2010

LA ABUELA

Si no estuviese ya muerta y bien muerta, habría vuelto a morir del susto. El augurio era de negro violáceo tendiendo a negro humo. Eso me dijo mi abuela. Lo que mi abuela vio que casi la vuelve a matar del susto fue la imagen de unas nubes –demasiado consentidas a veces, curiosas siempre y traviesas casi siempre- que se quedarn enredadas entre las ramas de un árbol. Debajo del árbol me aseguró que no había más que hierba, hojas y pequeñas larvas de gusanos, ninguno suyo. En su opinión, el vaticinio estaba claro: la maldición regresará. Debajo de mis orejas la piel empezará a oscurecer. Ese será el principio. Después aparecerán por los alrededores de mi ombligo retorcidas flores flotantes, oscuras y turbias como el agua de alcantarilla. Mi abuela olía a alcanfor, ese era su olor natural. De pequeña, su cuerpo se pegó al alcanfor como el néctar a la nariz de una mariposa. Y era sabia. Y conocedora de las cosas del más allá. El sueño de esa noche continuó en forma de un avión de papel que ardía por los cuatro costados y el alma de mi abuela viajando desde la butaca de primera en la que se encontraba hasta el cuidado camposanto de un pueblecito de Zamora. Al amanecer, en la habitación había un fuerte aroma a alcanfor.

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