miércoles, 20 de enero de 2010

EL CIELO

De entre las tinieblas surgieron dos operarios armados de sendas escaleras. Llegaron con ojos de perros cansados y parecían solos y desesperados, pero nada dijeron al respecto. Se limitaron a presentarse y a anunciar al auditorio que iban a hablarnos del cielo. Primero hablaron de lo básico. Señalaron el cielo y dijeron dónde está el cielo. El cielo estaba arriba. Señalaron después la tierra y patearon la tierra. Para que no hubiera dudas sobre sus conocimientos geoestratégicos los operarios nos informaron también de donde estaba el adentro y dónde estaba el afuera. Afuera hacía frío y dentro se estaba calentito. Después hicieron una larga introducción en la que explicaron las bondades de una larga introducción. Más adelante se subieron a la escalera para ver de cerca los santos y los planetas. Y los vieron. También vieron muertos grandes y pequeños vagando por las celestes alturas, y distinguieron unas nubes de otras para compararlas con algunos objetos terrestres que conocían. Nada dijeron del ruido del desierto en la noche. A través de la escalera pudieron vislumbrar las almas y las penas, pero nada dijeron de los desiertos de tierras yermas y amarillas. A lo mejor es que los desiertos que conocían eran una mierda de desiertos, en cuyo caso no hay que buscar más explicaciones. Pero los desiertos, creo yo, son buenos lugares para observar los cielos. Y para pensar sobre los cielos también. Los fantasmas que habitan los desiertos te arrascan la espalda y así no hay forma de anclarte a la realidad. No cabe duda alguna de que desenganchado del mundo es mucho más fácil hablar don dios para decirle, por ejemplo, que no se le escucha. Que hable más alto. Y también para reprocharle y avisarle de la que se está liando en su nombre. Con todo, sé que es más fácil creer en dios que creer que en mí. Y eso que yo existo. Mis exigencias son muy básicas: basta con pensarme de vez en cuando y, de vez en cuando también, basta con decirme.

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