lunes, 18 de enero de 2010

LA MORADA DE LO IMPOSIBLE

Floto en el delirio del límite de lo permitido mientras observo con detalle el triste galopar de los cráneos confundidos. No cabe duda al respecto: soy yo el que flota y es el espanto, mi espanto, el que guía unos ojos perdidos con aspecto de transparentes y sonámbulos que con el transcurrir del tiempo reconocí como míos. Es el impúdico uso del lenguaje del que hago gala el que me permite realizar frenéticos cálculos de precipicios y buscar modelos matemáticos apropiados para el análisis de pálpitos de huracanes y arrecifes. La locura tiene estas cosas, que por momentos como que te estresa y por momentos como que te relaja, al punto de que al que al portador de la misma le llegar un bledo todo o casi todo. Ahora como que me relaja el hecho de que el hambre fría me ordene orinar sobre la niebla intermitente, cosa que hago mientras me admiro del espectáculo de las luces tendidas al sol del mediodía. Me estresa, empero, la insistencia de las estatuas del parque en vomitar restos líquidos de antigua rigidez. Es el exceso de pasmo, creo yo, fruto de tantas idas y venidas, el que me hace buscar refugio en la morada de lo imposible.

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