jueves, 28 de enero de 2010

LA CIUDAD DEL VERBO

Dudo de mi propia existencia de la misma forma que dios debiera dudar de la suya: solo por prudencia, por reconocimiento de la pura pequeñez de todo lo que es. Al mismo tiempo, y por todo lo que la duda tiene de vida, las amenazan que trenzan luna y luz en los estanques del insomnio debieran congraciarnos a través de un nuevo hermanamiento con la vida que duda de sí. Pero la muerte acecha y el reconocimiento de la estúpida herejía es una señal de aire que indica el comienzo de la cacería. Guárdate dios del corazón de fruta y papel que esconde los misterios que se extrañan de sí mismos y respira tranquilo las sombras de cenizas ausentes que aparecen ante tus ojos como astillados por la infamia. Sin pudor que valga, desencuaderna tus huesos y enseña al sol la mentira de tus dientes. En lo que a mí respecta, no saldré del tintero. En la ciudad del verbo florecen los céntricos jardines de palabras y en los extrarradios abundan los barrancos repletos de tristísimas historias. Allí se suceden una tras otra las madrugadas de trapo y las páginas silenciosas con ilegibles zurcidos salpicados de nombres. Sé que es ficción, pero me siento a salvo.

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